Cuando Aristóteles planteó las definiciones de la tragedia y de la comedia, colocando a la primera por encima de la segunda (tanto en cuanto al propósito, calidad y forma), su espíritu estaba remarcando las necesidades de orden y estabilidad que hacían falta en la sociedad griega. El personaje trágico, cuyo drama conmovió al público y le hizo ver las tribulaciones y castigos que sufre un hombre relativamente justo, hicieron maravillas en la mente de los ciudadanos, quienes acabaron por sentirse identificados con la gravedad del héroe que sufre y acepta innumerables pruebas o situaciones en su contra; lo cual se traducía en hombres y mujeres de ánimo tranquilo y poco dados a la violencia o la revolución.
Muchos años después, con el drama del Siglo de Oro Español, vemos el encuentro de ambos géneros fusionados. Hallamos al personaje trágico acompañado del cómico (cabe citar, por ejemplo, el caso de Rosaura y Clarín en La vida es sueño de Calderón de la Barca), mostrándonos un mundo diferente del que conoció el filósofo griego: con una crisis de valores, dudas y contrastes. Resultaba imposible, entonces, pensar que sólo se puede ser grave y estoico frente a una realidad ya adversa.
En la actualidad, 2300 años después de la época de Aristóteles, nos encontramos en el apogeo del "gracioso" o antihéroe. Es la versión contemporánea del personaje cómico, surgido en los orígenes del teatro (o mucho antes). Y así como este, resulta ser completamente desmitificador.
Este personaje, hallado en circunstancias cotidianas, no es necesariamente un "villano", como muchos podrían imaginar. El antihéroe suele poseer un deseo de justicia o igualdad, pero no así, el valor, la entereza o la fuerza de su antiguo compañero en el barroco español. Por lo tanto, suele satisfacer esa carencia mediante un carácter charlatán, cómico o dicharachero. Tal es el caso de Charlot (el vagabundo encarnado por nuestro recordado Charles Chaplin), un hombre común que logra salir adelante gracias a su sentido del humor, optimismo y ansias de justicia; pero que no deja de ser pícaro e inquietante para las personas que lo rodean. Por eso, si nos animamos a una explicación que se relacione con las primeras líneas de ese comentario, podríamos hablar de una alternativa muy propia de nuestros tiempos: un hombre que no es un príncipe, un líder o un guerrero; un ser común y corriente que debe recurrir a cualquier recurso que tenga a su disposición para sobrevivir o conseguir sus objetivos, y que, por la gran complejidad que todo esto significa para cada uno de nosotros, parecemos necesitar reírnos de nuestros problemas en vez de conmovernos por estos.